Vivimos rodeados de palabras. Las decimos sin parar, las escribimos en mensajes, las soltamos en reuniones, en casa, en la calle. Pero a veces me pregunto si de verdad las escuchamos. Si escuchamos al otro o si solo estamos esperando nuestro turno para hablar.
Nos han enseñado a construir argumentos, a tener siempre una respuesta, a defender nuestra opinión como si la vida fuera un debate constante. Y nos han enseñado, sobre todo, a tener razón. A pensar que ganar la conversación es más importante que entenderla. Pero nadie nos enseña a escuchar de verdad. A quedarnos callados, a intentar entender lo que hay detrás del discurso de alguien, incluso cuando estamos de acuerdo. Y claro, así nos va.
En las casas, en los trabajos, en la política, las conversaciones son muchas veces un cruce de monólogos. Cada cual esperando que le toque su turno, pero sin atender de verdad a lo que el otro dice, sin digerir lo que está sintiendo, sin ceder espacio al silencio, que también dice mucho. Basta con pensar en esa llamada de tu madre para preguntarte cómo estás, cuando en realidad lo que espera es poder contarte lo que le preocupa. O en los debates de un pleno municipal, donde en lugar de escucharnos y construir, pasamos el tiempo preparando el ataque, buscando la contradicción ajena, intentando arrastrar al otro hacia nuestro terreno, o directamente, humillarlo. Y en los trabajos, donde muchas veces las reuniones se llenan de gente que habla, pero muy poca que escucha.
Quizás por eso cuesta tanto hablar de lo importante. Cuesta decir te quiero, cuesta decir me está costando, cuesta pedir ayuda. Cuesta hasta hablar de la carga mental, esa que muchas mujeres arrastramos en silencio mientras organizamos la vida de todos menos la nuestra. Y lo digo mucho, y lo repetiré las veces que haga falta, porque tengo una cruzada personal contra esa carga invisible que parece que nadie ve, pero que pesa como una losa. Porque ni siquiera cuando hablamos de nosotras mismas nos sentimos escuchadas.
En realidad, se escucha poco y se oye mucho. Porque oír no es lo mismo que escuchar. Oímos palabras, oímos sonidos, oímos que alguien habla, pero no siempre escuchamos lo que de verdad quiere decir, lo que hay detrás, lo que calla, lo que le pesa. Y eso también pesa. Pesa en las relaciones de pareja, en las amistades, en las familias, en los equipos de trabajo. Y pesa en lo personal, porque sin escucha no hay cuidado, no hay vínculo, no hay posibilidad de crecer.
A eso le sumamos la inmediatez. La necesidad de contestar ya, de tener respuesta para todo, de que no haya un solo segundo de silencio incómodo. Parece que si no reaccionamos al momento, nos desdibujamos, perdemos el control de la conversación. Todo tiene que ser rápido, inmediato, automático. Y en esa urgencia se nos escapa el valor de pensar, de procesar, de sentir lo que el otro está diciendo. Respondemos antes de comprender y luego nos extrañamos de no entendernos.
Nos pasamos la vida planificando qué decir, pero no planificamos cómo escuchar. Nos preocupa más tener la razón que entender al otro. Y en ese ruido se nos va la vida: los afectos sin verbalizar, los gestos que se pierden, las preocupaciones que no se comparten por miedo a no ser entendidas.
Habría que parar. Escuchar con los oídos y con el cuerpo. Escuchar sin pensar en la respuesta, sin interrumpir, sin juzgar. Escuchar para cuidar, para comprender, para saber dónde estamos y cómo está la gente que nos rodea.
Quizás así sería más fácil decir te quiero. O decir tengo miedo. O decir necesito ayuda. Y quizás así entenderíamos que la carga mental, los silencios, las emociones, los gestos, también hablan. Pero para eso hay que escuchar. No solo esperar nuestro turno.