Del norte sin amo
No soy andaluz. Nací en León. Tierra de silencio seco y nombres olvidados. Aquí también nos robaron el tren, la palabra y el futuro, pero nos dejaron una cosa peor: la ilusión de que aún los teníamos. Esa es la diferencia con el sur: mientras a vosotros os desnudaron a la cara, a nosotros nos enseñaron a agradecer la ropa que nunca llegó.
Andalucía no me duele. Me arde. No desde el sentimentalismo exótico, sino desde el respeto brutal que uno solo siente por quien ha sido humillado con método. Vosotros sois la prueba de que España no es una nación: es una maquinaria de extracción. Lo fue para León, lo fue para Asturias, lo fue para Aragón. Pero con vosotros perfeccionaron la fórmula: subsidio como obediencia, folklore como mordaza, turismo como colonización. Y aún así resistís. A veces a vuestra manera: con arte, con guasa, con pan duro y dignidad. Otras, con rabia. Siempre con memoria.
Me hice andalucista cuando entendí que la única forma de que este país respire es que el sur se levante. Porque el sur tiene las llaves, no de la Moncloa, sino de la grieta. Y cuando Andalucía hable de verdad, se acabó el simulacro. Se acabó el régimen del 78. Se acabó el país de los notarios y los traidores, de los pelotas con cargo, de los ministros sin alma. Por eso os escribo. Porque hay que prenderle fuego al relato. Y si hay un sitio donde eso ardería con alegría, con coraje y con arte, es aquí abajo. En el fondo del vasallaje. Donde empieza toda posibilidad de libertad.
Hay razones personales, qué duda cabe: la mitad de mis días son andaluces, y toda la vida que lego, también. Andalucía no me corre por las venas, pero sí en las velas que desplegué, en las ideas que alguna vez tuve, en los desarrollos de los que he sido parte, grande o pequeña.
Lo que sigue no es un programa. Es una carta incendiaria. Si arde, que arda bien.
El Reino del trampantojo
Vivimos dentro de un episodio de MasterChef. Todo parece competencia, todo parece improvisación, pero ya está escrito quién gana, quién llora y quién va a la calle. Hay guion, hay producto, hay espectáculo. Solo falta la libertad.
Así funciona el Estado de las Autonomías. Una estructura diseñada para parecer reparto mientras concentra. Para parecer descentralización mientras supervisa. Para parecer democracia mientras administra obediencia. No es un error de diseño: es un acierto del poder.
La Transición no trajo federalismo. Trajo un simulacro de descentralización pactado desde arriba, tutelado por el miedo, sostenido por una Constitución cerrada a cal y canto. El artículo 2 habla de nacionalidades y regiones, pero el artículo 155 te recuerda quién manda. Una mano te da la bandera, la otra aprieta la garganta.
El pueblo no fue convocado a decidir su estructura territorial. Se le ofreció una Constitución cerrada, innegociable, revestida de consenso, redactada por quienes jamás pisaron la periferia sin escolta. Nos dijeron que el poder emana del pueblo. Pero lo que emana no es poder: es legitimación. El pueblo no manda. Avala. Y agradece, si puede.
Todo esto se sostiene porque parece otra cosa. Esa es la esencia del trampantojo: no es solo disfraz, es control por seducción. ¿Quieres autogobierno? Toma consejerías. ¿Quieres voz? Toma parlamentos sin competencia fiscal. ¿Quieres dignidad? Toma subvención.
¿Quieres historia? Te la damos, contada por RTVE. ¿Quieres cultura? Ahí tienes Canal Sur, entre coplas y refritos. ¿Quieres país? Te damos autonomía. Para que creas que decides. Para que firmes tu propio silencio. Para que nunca rompas el guion.
Pero no se trata solo de arquitectura institucional. Antes de la farsa autonómica ya existía la desigualdad estructural. Andalucía ha sido históricamente un territorio de terratenientes y jornaleros, de cortijos y subsidios, de riqueza en manos ajenas y pobreza planificada. El trampantojo se montó sobre esa base: no se trata solo de engañar, sino de hacerlo sobre una injusticia tan antigua que ya parecía costumbre.
El modelo del 78 no solucionó la brecha: la administró. Consolidó el privilegio como normalidad. Mantuvo la propiedad intacta, a los latifundistas tranquilos, a los trabajadores sin tierra y a los barrios sin presupuesto. Y lo adornó todo con la retórica del desarrollo, los fondos europeos, los trenes que no llegan y las promesas que no pesan.
El decorado ya se tambalea. Y cuando el decorado cae, lo que queda es esto: o asumimos que somos figurantes, o prendemos fuego al plató.
Andalucía domesticada
La herencia no es simbólica: es material. Andalucía no parte del mismo punto que los demás porque nunca se le permitió ocuparlo. Mientras se construía el relato de la transición modélica, los pueblos de la campiña seguían roturando tierra que no era suya, los barrios obreros veían caer fábricas sin reemplazo, y los jóvenes se iban a servir cafés a Europa. Lo que se vendió como autonomía fue, para el sur, un manual de obediencia vestido de coartada institucional.
La industrialización fue selectiva: a unos se les ofreció industria pesada, a otros factorías tecnológicas, y a Andalucía, la fábrica del paro. La huelga del metal lo recordó hace poco: una región entera supeditada a la lógica de la deslocalización, la dependencia y la servidumbre laboral. Y cuando se protestó, no se escuchó. Se reprimió. El andaluz fue educado no para transformar la realidad, sino para aceptarla en silencio.
No fue educado para gobernarse, sino para gestionarse. Se le dieron herramientas sin filo: parlamentos sin soberanía fiscal, competencias sin recursos, autonomía sin músculo. Y junto a eso, pedagogía simbólica para legitimar la subordinación. El PER como cárcel blanda. El subsidio como premio al silencio. La cultura como escaparate. El folclore como sedante. La bandera como disfraz. Una autonomía, una «nacionalidad histórica» ganada a pulso, convertida en fiesta administrativa.
La flauta del himno, el pan con aceite del 28F —pero solo ese día—, los anuncios de «sentirse andaluz es lo más grande» mientras se externalizan los servicios públicos. Así se fabrica un andalucismo artificial: para que te sientas orgulloso sin saber muy bien de qué. Para que celebres sin conquistar. Para que repitas sin pensar. Para que te quedes quieto, pero convencido de que bailas.
El modelo fue claro: un pueblo entretenido no pelea. Un pueblo subvencionado no protesta. Un pueblo infantilizado no exige. Así se domesticó a Andalucía: no con látigo, sino con paternalismo. Se apagó la memoria obrera, se vació de contenido el 4 de diciembre, se convirtió el 28F en trámite escolar.
A cambio, Canal Sur como carrusel de nostalgias: campañas de autoafirmación sin afirmación, Días de Andalucía sin proyecto. La autoestima subvencionada es tan peligrosa como la pobreza. Porque no te mata: te acostumbra a vivir en el redil de la comodidad, en el margen de la historia.
Y mientras tanto, la maquinaria siguió funcionando: agroindustria para exportar, turismo para servir, renovables para externalizar beneficios. El pueblo como decorado del progreso ajeno. La Junta como gran oficina de tramitación. El Parlamento como espectador de su propio empobrecimiento. Andalucía domesticada no es una exageración: es un proyecto político exitoso.
Pero nada que se gestiona desde arriba puede durar cuando abajo comienza a hervir. Y aquí abajo, algo empieza a hervir.
El rancho y el acorazado Potemkin
Todo sistema de dominación tiene un punto de ruptura. Un momento preciso en que la costumbre deja de ser consuelo y se convierte en náusea. En el Acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925), el motín no estalla por ideología, sino por dignidad: los marineros no se rebelan por teoría política, sino porque el rancho está podrido y lleno de gusanos. Porque alguien lo señala y el resto, al fin, lo ve. No hay arengas, ni banderas. Hay vómito, rabia y una cucharada que se niega a entrar en la boca. Andalucía está ahí: a punto de escupir.
Durante décadas, se aceptó la precariedad como paisaje, la miseria como folklore, la dependencia como arraigo. Pero algo ha cambiado. Porque ahora se ve. Se palpa. Se mastica el vómito que antes se tragaba con resignación.
Ya no hay excusas. Ya no vale el «al menos tenemos algo». El rancho está podrido: las cifras de paro estructural, la fuga de talento, las pensiones como sostén de generaciones, la brecha educativa, la exclusión habitacional, los servicios públicos colapsados. Todo eso, que se normalizó hasta parecer meteorología, hoy huele a cloaca y a estafa.
Y no hace falta irse al cine soviético para verlo. Basta con recorrer un lunes por la mañana cualquier oficina del SAE. Las colas eternas, la mirada perdida, el currículum manoseado por una impresora a medio gas —Moreno Bonilla se regodea con bajar de los 600 000 parados, un 15%, cuando en otras comunidades andan por el 8%; la media nacional, un 10%—. O una madre en una consulta de pediatría, esperando tres horas con su hijo con fiebre para que la atienda un médico agotado y sin sustituto, cuando tiene suerte de que en su centro de salud le hayan dado cita con menos de tres semanas de espera y, además, haya pediatría. O entrar en un aula con más portátiles rotos que ventanas abiertas. El rancho no es ficción: es paisaje cotidiano.
Y el poder lo sabe. Por eso lo intenta todo: distraer, dividir, regalar migajas, montar debates falsos, crear enemigos ficticios. Pero cuando el pueblo mira el plato y ya no traga, ni la bandera, ni la flauta, ni el presentador de la mañana podrán evitar el vómito. Se acerca peligrosamente ese momento, y mientras algunos lo tachan de apatía y desafección política, en la calle se siente como hartazgo.
La diferencia es ésta: antes se hablaba de supervivencia. Ahora se empieza a hablar de saqueo. Antes se pedía limosna. Ahora se empieza a exigir cuentas. Hay barrios enteros que ya no creen. Hay generaciones nuevas que ya no compran el relato. Hay madres que ya no se tragan que el futuro de sus hijos pase por emigrar. Hay jornaleros que ya no soportan el insulto de los contratos de un día.
Y en ese caldo empieza el motín. Como en el Potemkin, no hará falta doctrina. Bastará con el gesto de alguien que diga: esto es basura. Y otros que respondan: ya no comemos más. Y eso basta. Porque el hambre no es solo del cuerpo: es de respeto, de justicia, de tiempo, de verdad.
La Andalucía que despierta no es una Andalucía que quiere venganza. Es una Andalucía que quiere vivir. Pero para vivir, primero hay que dejar de tragar. Y para eso, hace falta llamar al rancho por su nombre: mentira, miseria, obediencia cocinada a fuego lento.
No hay mayor revolución que devolverle al pueblo su paladar. Porque cuando pruebas dignidad, ya no tragas gusanos.
La maquinaria del vasallaje
No hay vasallaje sin engranaje. Andalucía no es pobre: la empobrecen. No es sumisa: la someten. Y lo hacen a través de una maquinaria perfectamente engrasada que convierte cada gesto de dignidad en anomalía, cada intento de cambio en delito, cada brote de autonomía en amenaza.
¿Quién forma parte de esa maquinaria? Bancos que no prestan pero sí desahucian. Medios que no informan pero sí entretienen. Iglesias que ya no dan consuelo, pero siguen bendiciendo al patrón. Partidos que no representan, pero reparten. Sindicatos zombis que firman tu explotación con retórica de paz social. ONGs domesticadas que gestionan la miseria sin preguntar por su origen. Todo eso, y más, son piezas del engranaje. Y cada una gira con disciplina, porque saben que el sistema se rompe si una se detiene.
La banca impone el marco: crédito para el que ya tiene, deuda para el que sobrevive. Las hipotecas de los barrios obreros son la versión financiera del cortijo. Un alquiler a cincuenta años. Una vida de obediencia. Y cuando no puedes pagar, llega el desahucio con pasamontañas. Se ha insertado en la vida cotidiana como el único mediador posible para acceder a vivienda, emprendimiento o consumo. No es un actor económico: es un capataz con traje y gráfico de balances. Su dominio es total porque ha conseguido que la deuda parezca libertad.
Los medios maquillan la derrota. Hablan de emprendimiento cuando hay desesperación, de oportunidades cuando hay exilio juvenil, de turismo cuando hay esclavitud estacional. Alimentan el relato de la Andalucía sonriente mientras callan los suicidios por precariedad, los cortes de luz, los colegios sin techo. Su tarea es clara: anestesiar, no informar. Han penetrado el alma andaluza a través de la costumbre, del habla, de las sobremesas. Se han hecho pasar por cultura popular cuando en realidad son gestores de una ficción: la del sur alegre que no protesta.
Los partidos son la interfaz entre el pueblo y el poder. Pero no median: traducen. Y en la traducción, se pierde la verdad. Lo que era dignidad se convierte en inversión extranjera. Lo que era autogestión, en colaboración público-privada. Lo que era justicia, en presupuesto ajustado. Y todo, aprobado en comisión. Se insertan desde lo local, desde la gestión de lo cotidiano, prometiendo cercanía mientras ejercen distancia. Acaban siendo expertos en gobernabilidad, no en transformación. Les basta con mantener el equilibrio para que nadie se levante de la mesa.
Las ONG y los proyectos sociales operan en modo contención: canalizan la rabia hacia protocolos, memorias justificativas y convocatorias con fecha de caducidad. Si alguien propone organización de base, lo tachan de radical. Si alguien quiere cambiar las reglas, lo marginan del boletín. No son mala gente: son engranaje. Y el engranaje no se cuestiona. Gira. Se han insertado a través del buenismo, del lenguaje técnico, de la estética solidaria. Pero su papel es claro: amortiguar el conflicto, envolver la rabia en lenguaje neutral, ofrecer alivio en lugar de salida.
Y luego están los sindicatos zombis. No los que luchan en el barro, sino los que firman EREs en moqueta. Los que negocian tus derechos sin pasar por tu asamblea. Los que piden unidad cuando el patrón está contento. Esos que se llaman representantes pero no saben lo que cuesta un alquiler en el barrio que dicen defender. Su inserción fue quirúrgica: ocuparon el lugar de la memoria obrera para vaciarlo desde dentro. Hablan en nombre del pueblo trabajador, pero ya no lo habitan. Son suplantadores, no defensores.
Toda esta maquinaria no impone con violencia directa —aunque también la tiene—, sino con legitimidad difusa. Te convencen de que este es el único mundo posible. Te hacen creer que protestar es imprudente, que organizarse es peligroso, que dudar es de antisistemas. Pero la verdadera amenaza para el sistema no es el sabotaje. Es el pensamiento libre.
Por eso Andalucía es peligrosa cuando piensa. Porque cuando piensa, no gira. Cuando piensa, se detiene. Y cuando se detiene, ve. Y cuando ve, recuerda. Y cuando recuerda, se organiza. Y cuando se organiza, ya no hay maquinaria que la detenga.
El cortocircuito necesario
Todo sistema basado en el miedo necesita una válvula de escape. La nuestra ha sido la resignación. Nos enseñaron a sobrevivir sin molestar. A tolerar la injusticia con dignidad. A soportar la humillación con humor. A aplaudir al verdugo si traía pan. Pero ya no cuela.
No hace falta programa. Hace falta ruptura. Una que no empiece por lo técnico, sino por lo emocional. Por lo moral. Por lo humano. La primera condición para romper con el vasallaje es aprender a decir no. No a la lógica del progreso que arrasa. No al miedo al conflicto. No a la obediencia como virtud. No a la espera como estrategia. No al realismo que siempre nos coloca en el lugar del perdedor sensato.
Nos han domesticado con pedagogía de consenso. Nos han dicho que todo se arregla dialogando, que los extremos se tocan, que lo importante es la estabilidad. Pero la estabilidad no es justicia. Y cuando un pueblo vive estabilizado en la miseria, el cortocircuito no es opción: es necesidad.
Y se vienen produciendo chispas. En los barrios, en los tajos, en los institutos, en las plazas y en las redes. Voces que se reconocen entre sí, que empiezan a hablarse, a hilarse. Pequeños fuegos que se descubren parte del mismo incendio. Se está empezando a comprender que el horizonte no puede ser solo eventual, coyuntural o electoral. El horizonte tiene que ser histórico. Y que esta generación, como ya lo hiciera la del 77, está llamada a levantar la voz no solo por pan, tierra, justicia y libertad, sino por el derecho a vivir sin obedecer órdenes que nadie ha votado. Esas voces son necesarias hoy más que nunca, y el tono de la conversación debe ser eléctrico.
El cortocircuito no es vandalismo. Es diagnóstico. Es entender que la máquina ya no sirve. Que no hay mejora posible, ni engranaje sustituible. Hay que parar la máquina. No arreglarla. No actualizarla. No adaptarla. Pararla. Porque seguir girando es seguir legitimando.
Y parar no es quedarse quieto. Es dejar de alimentar el sistema. Es dejar de justificarlo. Es dejar de traducirlo. Es mirar al patrón a los ojos y no pedir permiso. Es plantar un pie en el barro y decir: basta.
El cortocircuito es lo contrario de la transición: no es una cesión pactada con quien te oprime, es un corte radical con quien te niega. No se firma, se declara y se practica.
No hace falta anunciarlo, basta con hacerlo. Como cuando un barrio se organiza sin esperar a la subvención. Como cuando un jornalero ocupa una finca porque la tierra no puede seguir improductiva. Como cuando una madre decide que no va a seguir mendigando atención pediátrica para su hijo y monta una asamblea en el ambulatorio.
El cortocircuito no espera el poder, lo desafía. No quiere ser alternativa dentro del régimen, quiere que no haya régimen. Por eso molesta tanto. Porque no construye otro menú dentro del MasterChef. Rompe la vajilla, apaga las cámaras y sale por la puerta con el delantal en llamas.
Y ese gesto, tan simple, tan peligroso, es lo que necesitamos ahora. No una nueva promesa, ni un nuevo logo. Un gesto. Un «no» que lo abra todo.
Los que no serán el camino
Hay quienes hablan de cambio mientras lo encapsulan. Lo empaquetan. Lo gestionan. Son los que siempre llegan tarde, con el discurso justo, la consigna tibia y el gesto pactado. Los que se disfrazan de ruptura para administrar los restos del régimen. Los que repiten consignas de dignidad desde una moqueta. Los que critican el sistema con retórica de asamblea, pero lo reproducen con disciplina de despacho.
Ellos no serán el camino. Porque ya lo han recorrido y han terminado al servicio de lo que decían combatir. Hablamos de partidos que se dicen transformadores mientras se atrincheran en instituciones que nunca se atrevieron a transformar. Hablamos de liderazgos que gestionan el turno de palabra mientras callan la injusticia estructural. Hablamos de quienes llaman radical a quien organiza, mientras pactan con quien explota.
Ellos no serán el camino porque no han pagado el precio de la verdad. Porque no están en las colas del SAE. Porque no hacen la compra mirando el céntimo. Porque no conocen la mirada de una madre desesperada en una consulta colapsada. Porque han convertido la política en una carrera profesional y la izquierda en un comité de prensa.
Ellos no serán el camino porque necesitan que nada cambie. Porque su papel es justo ese: contener, digerir, domesticar. Hacer del descontento un programa de gobierno. Hacer del grito una nota de prensa. Hacer de la rebeldía una newsletter.
Y no hablamos solo de las siglas. Hablamos del andalucismo institucionalizado que se arrastra por las instituciones sin decir una palabra más alta que otra. Del sindicalismo burocratizado que firma despidos con la sonrisa del diálogo. De los opinadores que llaman «malestar democrático» a la rabia de la pobreza. De los colectivos que confunden subvención con justicia.
Ellos no serán el camino porque nunca quisieron llegar. Porque cuando vieron que llegar implicaba conflicto, se volvieron. Porque cuando el pueblo habla claro, ellos titubean. Porque cuando toca elegir entre el pueblo y el sistema, eligen el sistema. Siempre. Con excusas. Con cinismo. Con cálculo.
Y basta ya de fingir sorpresa. No han traicionado: han cumplido su función. Porque nunca estuvieron de este lado. Solo se disfrazaron. Fueron engranaje bajo otra estética. Oposición sin oposición. Ruido sin disonancia.
Y por eso hay que señalarles. No con odio. Con claridad. No como enemigos, sino como obstáculos. Porque mientras ocupen el espacio de la ruptura sin practicarla, impiden que ocurra.
Ellos no serán el camino. Porque el camino no se gestiona. Se pelea.
Apuntes para una discontinuidad
Si todo lo anterior fue un diagnóstico, esto es una invitación. No al proyecto cerrado. No al manual del poder. Sino al principio de algo que aún no tiene nombre, pero sí necesidad. Porque cuando todo lo que hay solo sirve para sostener lo que duele, no queda más salida que construir lo que aún no existe.
La discontinuidad no se decreta. Se gesta. No aparece en el BOJA. Aparece en una cooperativa de barrio, en una radio libre, en un grupo de consumo, en una asamblea de madres hartas. En una red que no depende del favor de arriba, sino de la voluntad de al lado. En un municipalismo que no gestiona las sobras, sino que organiza la dignidad.
Y no hablamos en abstracto. Hablamos de Marinaleda, que demostró que una comunidad puede poner la tierra al servicio del pueblo. Hablamos del SAT, que ha sido memoria viva del jornal combativo, del sindicato que ocupa, planta, resiste y produce. Hablamos de Candela Coop y de proyectos cooperativos que ya operan para desengancharse de Endesa y las eléctricas. Hablamos de medios libres andaluces que narran sin pedir permiso, que informan sin obedecer línea. Hablamos de escuelas libres, redes de cuidados, grupos de soberanía alimentaria, proyectos de vivienda cooperativa y de consumo crítico.
Estos ejemplos no son anécdotas: son raíces. No solo dan esperanza al proyecto andaluz: le dan forma, parámetros de viabilidad, recorrido posible. No es que el sur esté esperando a que alguien lo salve: es que ya se ha salvado muchas veces, en pequeño, en precario, en silencio. Solo falta escalar, conectar, proteger, reproducir.
Apuntar hacia la discontinuidad es negarse a heredar el marco que nos impusieron. Es pensar la tierra fuera del latifundio, la energía fuera del oligopolio, la cultura fuera del aplauso institucional. Es defender que la vivienda no sea una hipoteca de por vida, que la sanidad no se mida en colas, que la educación no prepare para la huida.
No es un programa: es una actitud. No es un partido: es una práctica. No es una ideología: es una ética. La ética de vivir sin permiso. De cultivar sin licencia. De compartir sin factura. De decidir sin siglas. De organizarse sin pedir hora.
La discontinuidad se construye desde abajo y se defiende desde dentro. No necesita grandes presupuestos, sino estructuras firmes de afecto, trabajo compartido y desobediencia cotidiana. No pide permiso porque ya ha entendido que no lo van a dar.
Será comunal, o no será. Será desobediente, o no será. Será radical en sus formas de vida, no en sus comunicados. Y será aquí, en esta tierra. Con nuestro acento, con nuestras manos, con nuestras contradicciones.
Y si algo atraviesa todo esto —estas redes, estas prácticas, estas semillas— es una vocación republicana. No de bandera y protocolo, sino de fondo: la república entendida como lo común, lo no heredado, lo que se decide entre iguales. Una Andalucía republicana no porque lo proclame una ley, sino porque vive sin amo, porque reparte, porque se cuida, porque se gobierna a sí misma desde abajo.
Esto no es un diseño: es una advertencia. El régimen solo teme lo que no puede integrar. Y lo que no se deja comprar, no se deja gobernar.
Discontinuar no es huir. Es plantar algo donde antes solo se arrancaba. Es decir: aquí empieza otra historia.
Ni amo ni permiso: Andalucía y los pueblos del Sur
Andalucía no está sola. Ni en su historia de sometimiento, ni en su pulsión de ruptura. En esta España del decorado y el recorte, hay otros pueblos que también han sido tratados como anomalía, pueblos que más allá de su posición geográfica, son pueblos del Sur: Galicia, Canarias, el País Valencià, Euskal Herria, Catalunya, Aragón, ese León arrinconado, Asturias… Todos ellos comparten una condición de periferia estratégica: aportan riqueza, cultura y territorio, pero reciben obediencia, caricatura o sospecha.
El sur no es el problema. El sur es el espejo. Porque lo que duele en Andalucía se repite en otros márgenes: el expolio encubierto de recursos, la centralización burocrática, la manipulación mediática, el desprecio a las lenguas propias, la infrainversión sistemática, la negación del derecho a decidir. Es un patrón. Y ese patrón no se combate desde la queja, sino desde la complicidad activa entre pueblos.
No queremos una nueva centralidad con acento andaluz. No queremos sustituir un amo por otro. Queremos romper la lógica del amo. La discontinuidad no se construye desde el poder: se construye desde abajo, en horizontal, desde la fraternidad de los pueblos que se reconocen en su herida y en su dignidad.
La plurinacionalidad real no es una cesión. Es un reconocimiento mutuo. Una alianza de pueblos que no aceptan ni el chantaje territorial ni la rendición cultural. Una España de repúblicas hermanas, o ninguna. Y si no hay posibilidad de convivencia justa, entonces que haya ruptura justa. Pero no más simulacros. No más autonomías amputadas. No más federalismos de PowerPoint.
Porque el federalismo español ha sido históricamente una promesa que llega tarde y mal, cuando ya no sirve. Un artefacto institucional sin alma, sin fuerza constituyente, sin voluntad de igualdad real. ¿Acaso no vendieron el Estado de las Autonomías como un medio arreglo federal? Sobre el papel, lo es. Hasta que hablamos de competencias, financiación y largo de la correa. Lo que necesitamos no es un mapa mejor pintado, sino una lógica compartida: una confederación popular de pueblos libres, que se elijan sin coerción y cooperen sin jerarquía. No una estructura que nos acomode, sino una que nos permita movernos sin cadenas.
Este horizonte confederal no es antagónico al internacionalismo. Al contrario: lo hace posible. Desde Andalucía, ese internacionalismo solo puede ser anticolonial, fraterno y republicano. Porque sabemos qué se siente al ser considerados subordinados. Porque no queremos ocupar ninguna centralidad. Porque tenemos memoria y tierra. Porque no olvidamos que la libertad o es común o es simulacro.
Y por eso el derecho a decidir no es sagrado. No como capricho, sino como ejercicio constituyente. Como acto de soberanía popular. Como expresión de madurez política. La autodeterminación no se pide: se practica. Y desde Andalucía, ese derecho no se invoca contra nadie, sino por todos. Porque un pueblo que no puede decir no, no puede decir sí con sentido.
Y desde Andalucía, esta mirada hacia el resto no puede ser subordinada ni victimista. Tiene que ser firme, clara, adulta. No pedimos permiso. Tampoco pedimos privilegio. Exigimos un lugar desde el que decidir, cooperar y construir sin tutela.
Ni amo ni permiso. Ni sumisión ni supremacía. Lo que queremos es justicia. Y la justicia, si no es compartida, no será paz: será silencio impuesto.
Los pueblos del sur se están hablando. Y cuando lo hagan con voz colectiva, ya no habrá relato central que los pueda silenciar. Porque una alianza entre iguales, sin miedo ni vergüenza, será la única transición que no vendrá firmada por los de siempre.
Por la ruptura andaluza
- Porque fuimos vasallos, pero no siervos.
- Porque nos arrebataron la tierra, el agua, el tren, el pan y el relato.
- Porque disfrazaron el sometimiento de folclore.
- Porque maquillaron la obediencia con estatuas y decretos.
- Porque la autonomía fue un trámite, no una conquista.
- Porque no hay justicia sin soberanía, ni soberanía sin pueblo que la ejerza.
Por todo esto, tenemos que poner a examen nuestro principal convencimiento:
Que Andalucía no debe esperar más. Que no vamos a mendigar poder: vamos a ejercerlo. Que no firmamos pactos que no hemos escrito. Que no respetamos leyes que niegan nuestro derecho a ser.
Que no hay transición posible sin ruptura previa. Que no hay democracia sin pueblo organizado. Que no hay país sin voluntad libre.
Hay que llamamos a los pueblos del sur, a las gentes de abajo, a quienes aún creen que esto puede cambiar si lo empezamos de nuevo, desde otro sitio, con otras reglas.
Esta carta no es un fin. Es una llama. Y cada quien sabrá si se arrima a encenderla o se aparta por miedo a arder.
Pero que nadie diga que no lo vio venir.
Andalucía no será un recuerdo. Será frontera, será comienzo.