Kant hablaba de la «mayoría de edad» como ese momento en el que uno se atreve a pensar por sí mismo, a salir de la comodidad de dejar que otros decidan, de dejar que otros carguen con las consecuencias. La minoría de edad, según él, no es una cuestión de años, sino de cobardía. De quedarse en ese estado de dependencia voluntaria, donde prefieres que otros piensen, que otros se ensucien, que otros se expongan. Y sólo cuando rompes con eso, empieza de verdad la madurez.
Pero salir de la minoría de edad no es firmar una hipoteca, no es cumplir 30, ni tener hijos, ni subir fotos a redes con lemas de empoderamiento. Salir de la minoría de edad es asumir las consecuencias. De tus decisiones, de tus mentiras, de tus actos. Es mirar de frente lo que has provocado, lo que has destruido, lo que has dejado atrás, y no esconderte detrás de excusas baratas, ni de verdades a medias, ni de silencios cobardes.
Vivimos en una sociedad que rinde culto a la decisión, pero que no soporta la consecuencia. Todo el mundo habla de libertad para elegir, de ser dueños de nuestra vida, de tomar las riendas, pero cuando llega el precio, el daño, el eco de lo que has hecho… ahí ya no queda tanta gente. Se multiplican los que desaparecen, los que miran para otro lado, los que mienten.
La mentira es la coartada perfecta de quien no tiene el valor de sostener lo que ha hecho. Se miente para evitar el conflicto, se miente para no perder privilegios, se miente para seguir siendo el bueno de la película. Y cada mentira es una huida más, una renuncia a crecer, una forma de perpetuar esa minoría de edad de la que Kant hablaba.
Pero la madurez no es un diploma, ni una edad concreta, ni una pose. La madurez se demuestra en el silencio incómodo de quien acepta que sus actos tienen consecuencias, incluso cuando duelen, incluso cuando se rompen cosas, incluso cuando te dejan solo. La madurez es aceptar que el daño no siempre se repara, que el perdón no es automático, que querer tener razón no te exime de las cicatrices que has dejado.
Y en estos tiempos, encontrar a alguien que asuma de verdad lo que hace es casi arqueología. La mayoría prefiere la cobardía bien envuelta: la diplomacia que esconde la mentira, el respeto fingido que esconde la traición, la neutralidad que encubre el daño. Pero la verdad se abre paso. Las consecuencias también. Tarde o temprano, todo lo que sembramos vuelve.
Salir de la minoría de edad es un ejercicio cruel. No te hace más simpático, ni más popular, ni más cómodo. Exige valor, exige honestidad, exige que mires de frente y sostengas lo que venga. Y por eso son tan pocos los que lo practican. Los demás seguirán jugando a ser adultos: tomando decisiones, hablando de madurez, vendiendo su libertad. Pero sin salir nunca de esa trinchera cómoda donde los errores son de los demás y las consecuencias siempre las paga otro.
Nos llenamos la boca con discursos sobre responsabilidad, sobre elecciones libres, sobrevivir sin miedo. Pero a la hora de la verdad, cuando toca cargar con lo que hemos roto, con lo que hemos dejado atrás, con las mentiras dichas y las verdades que se esquivan, ahí desaparecen las palabras. Ahí se quiebra el discurso.
Porque asumir las consecuencias duele. Duele en el orgullo, duele en las relaciones, duele en el cuerpo. No hay heroicidad en eso. Hay desgaste, hay culpa, hay noches sin dormir. Y, sin embargo, es lo único que nos saca de la infancia eterna de quienes creen que todo se borra, que todo se olvida, que el tiempo lo arregla todo.
Pero el tiempo no arregla nada. Arregla quien da la cara, quien pide perdón, quien no se esconde detrás de frases vacías. Arregla quien sostiene, quien repara, quien asume el coste de sus elecciones.
Y todo esto, por supuesto, también es política. Porque política no es solo lo que pasa en los plenos municipales, ni lo que dicen los telediarios, ni los discursos de campaña. Política es lo que elegimos callar en casa, las conversaciones que evitamos en el trabajo, las veces que cedemos por miedo a incomodar. Política es cómo tratamos a quien limpia nuestras oficinas, si miramos a los ojos a quien nos sirve el café, si interrumpimos a quien menos poder tiene en una reunión. Política es cómo educamos, cómo cuidamos, cómo hablamos de los demás cuando no están.
La falta de madurez, de honestidad, de responsabilidad, también se traduce en una política cobarde, en decisiones institucionales que no se sostienen, en promesas que se diluyen, en silencios que hieren. Y mientras tanto, fuera de las instituciones, seguimos reproduciendo lo mismo. Nos protegemos del conflicto, evitamos tomar partido, maquillamos nuestras incoherencias con discursos vacíos.
Madurar también es entender que la política no es ajena, que no es cosa de otros, que cada gesto, cada palabra, cada silencio construye mundo. Y asumir eso —como todo en la vida— también tiene consecuencias.
La madurez real, la de verdad, es una decisión. Pero sobre todo, es una carga. Y solo la asumen quienes ya no tienen miedo a la verdad, ni a las cicatrices, ni a lo que viene después. Es también una forma de ternura. De cuidado. De entender que hacerse cargo es, en el fondo, una muestra de amor. Amor por una misma y por lo que importa. Por lo que no se deja pudrir, por lo que se enfrenta, por lo que se sostiene aunque duela. Quizás algún día dejemos de premiar el cinismo. Quizás algún día esté bien visto pedir perdón de verdad. Quizás empecemos a abrazar la fragilidad como parte del camino. Pero hasta que llegue ese momento, seguiremos buscando la forma de ser adultos en serio. Aunque cueste. Aunque duela. Aunque nos deje alguna herida. Porque al final, las heridas también son prueba de que hemos vivido con la verdad por delante.