La patria en el escalón

Escrito el 22/07/2025
Sheila Guerrero

En mi calle no hay bancos, pero hay vida. Es una calle peatonal que lleva el nombre de una partera, y nunca me ha parecido casualidad. Como si el propio nombre nos recordara que aquí la vida se ayuda a nacer, se cuida, se empuja para que siga adelante. En esta calle, la vida no solo sucede: se construye, se teje entre los saludos, las rutinas y los pequeños detalles que nos conectan sin necesidad de grandes gestos.

Cada mañana se repite la misma coreografía: saludos cruzados, buenos días que no son de compromiso, charlas improvisadas a la sombra de algún portal o con la excusa de pasear al perro. Los perros, en realidad, son diplomáticos del barrio: nos paran, nos presentan, nos conectan. Los niños siguen jugando en la calle, gritando sus juegos como un eco que se resiste a desaparecer. Las madres y padres se sientan en los escalones de los portales porque hace años que nos quedamos sin bancos. El Ayuntamiento decidió que sobraban. Que molestaban. Eran bancos donde se sentaban los chavales a charlar, los mayores a tomar el fresco, los barrenderos a desayunar en verano. Pero parece que la vida cotidiana, cuando es de la gente común, siempre resulta incómoda a quienes deciden desde los despachos.

Pero la vida insiste. Y el barrio también. Desde hace unos años, cada Navidad, alguien cuelga un cartel en los portales: «Vamos a poner luces en los balcones», «Vamos a decorar juntos», «Montamos el árbol de madera reciclada en la esquina». Y cada año se repite la magia: la calle se llena de colores, de luces, de manos que crean juntas. Ahora, con el calor, alguien ha colocado bebederos y comida para los pájaros. Y al verlos, no puedo evitar recordar aquel verano en que un gatito apareció en la calle. Sin que nadie se pusiera de acuerdo formalmente, empezaron a aparecer platos con agua, con pienso, con cariño anónimo. Fue bonito comprobar que aún quedaba esa complicidad silenciosa, ese cuidado colectivo que no necesita protocolo ni foto en redes.

Hace poco, en una zona olvidada, alguien plantó flores. Donde antes había tierra reseca, ahora hay colores que nadie esperaba. Y no fue un proyecto municipal ni una acción organizada: fue la voluntad de quien entiende que la belleza también es una forma de resistencia.

Y cuando lo pienso, me doy cuenta de que esto no es nuevo para mí. Me crié a un par de calles de aquí, en un piso donde éramos 24 vecinos que cada fin de semana se reunían en el jardín. Se tomaban algo juntos, se hacían barbacoas bajo la sombra de las moreras, se charlaba hasta que la noche caía. Los niños jugábamos en el rellano a las muñecas o a la pelota en el jardín, y mi padre, con sus propias manos, construyó un cenador con bancos, una mesa y la barbacoa. Era nuestra rutina, la de un vecindario que sabía que el espacio común era una extensión de casa. Y quizás por eso, cuando llegué a esta calle, sentí que había recuperado algo que echaba en falta desde entonces.

Cada pequeño gesto es una semilla de comunidad. Porque cuidar la calle, cuidar al vecino, pensar en el pájaro que tiene sed, en la niña que necesita un rincón donde jugar, en el mayor que baja a tomar el aire, es un acto político. Es la política que no pasa por presupuestos ni por grandes discursos, pero que transforma igual o más que cualquier medida institucional. Es la política de las manos, de los ojos que miran al otro, de la responsabilidad compartida.

A veces, cuando cae el sol, un muchacho joven saca una mesita al escalón de su portal. Se sienta con sus papeles, sus lápices, su música puesta en la radio. Dibuja, compone, toma el fresco. Es una escena tierna, casi nostálgica, que me recuerda que todo vuelve si se le da espacio. Que hay quien aún entiende la calle como prolongación de sí mismo.

Además, nuestra calle tiene algo que no es tan frecuente: aquí convivimos representantes de varios continentes. Es una calle multicultural, de las que solo se crean en los barrios humildes, donde el mundo se encuentra sin necesidad de pasaporte. Aquí la diversidad no se teoriza, se vive. Está en el acento que cambia de portal en portal, en los olores de las cocinas abiertas, en la música que suena diferente cada tarde.

Pienso en el futuro de nuestros pueblos y ciudades y no puedo evitar pensar en esta calle. En sus balcones con luces, en sus escalones llenos de conversación, en los perros que cruzan saludos por nosotros, en los niños que aún juegan donde otros ya no pueden. Pienso en la fragilidad de todo eso, en lo poco que cuesta desmontarlo desde una decisión política absurda, desde una normativa que no entiende que la calle es también un hogar.

Quizás por eso, a pesar de la falta de bancos, siempre hay alguien que se sienta a esperar a otro. Siempre hay alguien que planta, que riega, que saluda. Siempre hay alguien que recuerda que la calle es de quien la vive, no de quien la regula. La revolución empieza por ahí, por quien cuida sin que se lo pidan, por quien entiende que la calle es tan suya como del resto. Por quien sabe que eso, aunque no tenga bandera, aunque no esté escrito en un programa electoral, también es un gesto de país. Un país que se construye desde abajo, desde el escalón, desde el saludo, desde la flor que brota donde nadie la esperaba. Un país que se reconoce en los ojos de quien comparte la sombra, en el agua que espera al pájaro, en el plato que aparece sin que nadie lo pida para un gato sin nombre.

Esa es la patria que sí quiero construir. No la que grita desde los balcones con discursos de odio, no la que llena las calles de violencia con la excusa de defender banderas. La patria de verdad está en el plato de agua para el gato, en la silla compartida al fresco, en el dibujo de un chaval que sueña en la puerta de su casa. La patria es esta: la que no necesita uniformes ni fronteras para saberse hogar.