La «confesión» de Juanma Moreno
«La sanidad pública para todo y para todos, con una población cada vez más mayor, puede llegar un momento que sea inviable».
—Juanma Moreno, presidente de la Junta de Andalucía. Entrevista en La Vanguardia, 20 de julio de 2025.
Cuando un presidente autonómico dice esto, no está haciendo una advertencia técnica. Está firmando una sentencia política. Lo que Juanma Moreno ha soltado, vestido de confesión, en esta entrevista no es solo una preocupación demográfica o presupuestaria: es el colofón discursivo de un proyecto de transformación profunda —y no precisamente para fortalecer lo público.
Vestida de realismo, la frase encierra una lógica corrosiva: normalizar que lo público no puede con todo. Pero esa idea, que hoy se presenta como «madura» o «responsable», ha sido incubada durante décadas por una narrativa neoliberal que ha socavado sistemáticamente los pilares del Estado de Bienestar: primero debilitando sus estructuras, luego culpando a su ineficiencia y, por último, proponiendo su sustitución parcial o total por el sector privado.
En ese sentido, Juanma Moreno no se equivoca: la sanidad pública puede llegar a ser inviable… si quienes gobiernan trabajan activamente para que así sea.
Un marco de abandono planificado
La confesión viene envuelta en cifras aparentemente contundentes: un 47 % de aumento presupuestario, el 30 % del gasto público, el 7 % del PIB andaluz. Pero esos números, sin contexto, son fuegos de artificio. Porque si el sistema sigue colapsando, si los profesionales se van o se queman, si los pacientes esperan meses para una operación o ni siquiera consiguen cita con su médico de cabecera… entonces la inversión no basta. O peor: está mal dirigida.
Y no es un fenómeno aislado. El discurso de la «inviabilidad» es hoy un comodín para justificar la pasividad política. No se trata de falta de dinero, sino de voluntad de blindar lo común frente al mercado. De hecho, hay recursos suficientes para privatizar por la puerta de atrás —a través de conciertos, subcontratas, derivaciones o mutualidades—, pero nunca los hay para reforzar plantillas, modernizar la atención primaria o garantizar la equidad territorial.
No es una confesión, es un plan
Moreno habla de una población envejecida como si fuera un fenómeno inesperado, sin memoria de décadas de planificación sanitaria ignorada. Y menciona la falta de especialistas como si no fuera consecuencia directa de políticas que han expulsado a generaciones enteras de profesionales por sueldos indignos, contratos basura y condiciones insostenibles.
Lo que no dice es que los problemas que hoy presenta como excusa son el resultado directo de decisiones políticas concretas: no reponer bajas, no planificar jubilaciones, no dignificar el ejercicio profesional. Y cuando el sistema empieza a flaquear, no se refuerza: se externaliza. La debilidad se convierte en justificación.
Hoy, determinados medios y perfiles intentan vender la idea de que Moreno ha tenido un desliz, que ha «confesado» algo reprochable, impelido por un clima de confianza en una entrevista hecha con astucia. La entrevista es de calidad, sí, pero Moreno no sufre ningún lapsus, sino que ejecuta con cálculo. Sin embargo, quienes defienden el lapsus, también hacen sus propios cálculos: la confesión circunscribiría sólo al gobierno popular el desmantelamiento de lo público.
Este artículo empieza aquí, pero no termina con Moreno. Porque su frase no es una anécdota ni un desliz, sino el síntoma visible de un proceso más amplio, más profundo y más peligroso: el desmantelamiento progresivo de la sanidad pública como bien común.
En los siguientes bloques desentrañaremos cómo se expresa ese proceso en datos, decisiones y modelos autonómicos. Pero conviene recordar una cosa desde el principio: cuando un gobernante dice que lo público es inviable, no está describiendo una realidad, está diseñando un futuro.
Radiografía del colapso: la sanidad andaluza en coma inducido
En los discursos oficiales, Andalucía presume de ser la comunidad que más ha incrementado su inversión sanitaria en términos absolutos. Se afirma que el presupuesto del SAS (Servicio Andaluz de Salud) nunca ha sido tan alto, que se han construido hospitales, abierto centros de salud y contratado más personal. Pero esta narrativa, repetida como mantra por el Gobierno de Juanma Moreno, oculta una realidad estructural: la sanidad pública andaluza está en deterioro progresivo, y cada vez más andaluces lo viven en carne propia.
Los titulares no pueden ocultar los pasillos colapsados, las listas de espera kilométricas, el abandono de la atención primaria o la huida constante de profesionales. Veamos por qué.
Presupuesto sanitario: ni suficiente, ni eficiente
Sí, el presupuesto ha aumentado, pero Andalucía sigue estando a la cola del gasto sanitario por habitante en España. Según los últimos datos consolidados del Ministerio de Sanidad y del Observatorio de Salud Pública, el gasto sanitario per cápita en 2024 fue:
- Andalucía: 1.608 € por habitante
- Media nacional: 1.771 €
- País Vasco: 2.108 €
- Navarra: 2.072 €
- Madrid (paradójicamente): 1.568 €
Moreno puede repetir que su gobierno ha incrementado un 47 % el gasto, pero ese incremento partía de uno de los niveles más bajos de España, y aún hoy se mantiene en los últimos puestos. Además, parte de ese aumento se ha diluido en gasto no estructural, en partidas de marketing institucional, y —más importante aún— en conciertos con clínicas privadas, cuyo coste se ha disparado.
Atención Primaria: el colapso más grave y más invisible
La atención primaria es la columna vertebral de cualquier sistema de salud público y universal. Pero en Andalucía está en situación crítica. Desde hace años, miles de personas no consiguen cita con su médico de familia en menos de una semana —cuando no en 10 o 15 días—. En algunos municipios rurales, no hay médico asignado y las consultas son por videollamada o se hacen con personal rotatorio que cambia cada semana.
En 2024, el 48 % de los andaluces no pudo acceder a su médico de cabecera en el plazo recomendado (menos de 72h). Y en zonas como Huelva, Jaén o la Sierra de Cádiz, los retrasos son aún mayores.
El Plan de Mejora de Atención Primaria prometido por el Gobierno andaluz ha sido reiteradamente denunciado por los sindicatos: sin dotación real, sin incentivos profesionales y sin una estrategia territorial clara. El resultado es que los médicos de familia están desbordados, los residentes huyen y los pacientes terminan en urgencias o sin atender.
Listas de espera: el dolor del tiempo
En diciembre de 2024, Andalucía batió un récord: más de 1 320 000 andaluces estaban en lista de espera para ser atendidos por un especialista o para una operación quirúrgica. De ellos:
- 832 000 esperaban una consulta externa (pruebas, seguimiento).
- 491 000 esperaban cirugía o intervención diagnóstica.
- El 31 % llevaba más de 6 meses esperando.
Esto representa el mayor volumen de personas en lista de espera desde que hay registros. El dato fue maquillado durante meses, hasta que filtraciones internas del SAS forzaron al Ejecutivo a reconocerlo.
Como respuesta, la Junta intensificó los conciertos con clínicas privadas, derivando pacientes a centros externos… siempre que pudieran desplazarse o pagarse parte del proceso. Mientras tanto, los quirófanos públicos funcionan en horarios reducidos por falta de personal o recortes operativos.
Huida de profesionales: «Nos vamos porque no podemos más»
Andalucía no es solo una de las comunidades con peores condiciones salariales para el personal sanitario. También lidera el ranking de contratos temporales, interinidades eternas y rotaciones forzadas. En el último año, más de 4 500 médicos, enfermeros y técnicos abandonaron el SAS para trabajar en otras comunidades o países europeos.
Esto no se debe solo al «mercado laboral global». Tiene nombre y apellidos: precariedad estructural, guardias inasumibles, falta de conciliación, promesas incumplidas. Mientras el Gobierno lanza campañas para «atraer talento», ese mismo talento está harto de ser maltratado.
Privatización de facto: un modelo encubierto
La estrategia es sutil pero eficaz: desgastar lo público para legitimar lo privado. Entre 2019 y 2024, el gasto en conciertos con clínicas y aseguradoras privadas se duplicó. Solo en 2024, más de 500 millones de euros del presupuesto sanitario andaluz se destinaron a acuerdos con entidades privadas.
Esto no solo significa derivar pacientes. También implica:
- Pruebas diagnósticas bajo convenios que luego no se integran bien en el historial del SAS.
- Intervenciones quirúrgicas exprés sin seguimiento posterior.
- Atención especializada fuera del circuito público, sin transparencia.
El mensaje implícito es claro: si quieres ser atendido con rapidez y dignidad, mejor búscate un seguro privado.
El caso rural: exclusión territorial
En amplias zonas rurales de Andalucía, la sanidad pública ya es un espejismo. Consultorios cerrados, servicios de urgencias recortados, ambulancias que tardan más de 40 minutos en llegar. En algunas comarcas, como la Alpujarra, la Sierra Norte de Sevilla o los Pedroches, el derecho a la salud se ha convertido en una lotería geográfica.
Este abandono ha generado movilizaciones constantes, plataformas ciudadanas y hasta denuncias por vulneración del derecho constitucional a la atención sanitaria. Pero la respuesta institucional ha sido invariable: palabras vacías y una creciente sensación de orfandad.
El deterioro de la sanidad pública andaluza no es accidental. Es sistémico. Y aunque el Gobierno andaluz presuma de cifras y de «compromiso», la experiencia cotidiana de millones de personas —y los propios datos oficiales— desmienten el relato.
Mientras el presidente habla de «inviabilidad futura», el presente ya está fallando, sobre todo para quienes más necesitan un sistema público fuerte: las clases trabajadoras, las mujeres, las personas mayores, los pueblos.
Madrid y Cataluña: dos modelos de desmantelamiento por vías distintas
Cuando Juanma Moreno insinúa que el sistema público “puede ser inviable”, no está improvisando. Está siguiendo un guion ya ensayado en otras comunidades con más recorrido en la degradación planificada de la sanidad pública. Las dos más paradigmáticas: Madrid y Cataluña. Dos modelos con matices distintos, pero un mismo fondo: convertir la salud en un bien de consumo gestionado bajo lógicas de mercado.
Madrid lo hace de forma agresiva, sin disimulo, bajo la bandera de la libertad de elección. Cataluña, con un barniz progresista y gestión «técnica», a través de consorcios, externalizaciones estructurales y opacidad. Veamos cómo funcionan ambos y qué consecuencias han tenido.
Madrid: el capitalismo sanitario sin complejos
La Comunidad de Madrid es el ejemplo más claro de cómo se puede degradar un sistema sanitario público sin tocar formalmente su marco legal. Desde los gobiernos de Esperanza Aguirre hasta Isabel Díaz Ayuso, el proceso ha sido progresivo, metódico y políticamente rentable para la derecha madrileña.
Datos clave:
- Madrid es la comunidad con menor gasto sanitario público per cápita de España (1 568 € frente a 1 771 € de media).
- Pero es la que más gasta en seguros privados: el 38 % de la población tiene uno, frente al 24 % de media nacional.
- Las listas de espera quirúrgicas superan los 90 días en el 52 % de los casos, pero el Gobierno regional se niega a publicar los datos completos.
- Desde 2005, se han cerrado o reconvertido más de 25 centros de atención primaria.
Mecanismos de privatización encubierta:
- Externalización de hospitales públicos: hospitales como el Infanta Sofía, el Rey Juan Carlos o el de Villalba son de titularidad pública pero gestionados por empresas privadas (Ribera Salud, Capio, etc.), con contratos blindados.
- Derivaciones sistemáticas: los pacientes con más medios son empujados al seguro privado, mientras que los del sistema público deben enfrentarse a esperas eternas.
- Reducción de personal: plantillas bajo mínimos, contratos precarios, rotación constante y sobrecarga laboral.
Consecuencias:
- La atención primaria está colapsada: en muchas zonas hay que esperar más de 15 días para una consulta.
- La sanidad se ha estratificado: quienes pueden pagar, acceden rápido. Quienes no, esperan o empeoran.
- El modelo madrileño ha incentivado un mercado paralelo de salud, con publicidad institucional encubierta que anima a contratar seguros privados como solución.
Ayuso ha convertido la salud en un campo de batalla ideológico: una sanidad pública mínima y funcional para pobres, y un sistema privado de calidad para quien pueda pagarlo. Un apartheid sanitario de facto.
Cataluña: la privatización disfrazada de gestión moderna
Cataluña es un caso más complejo. No ha habido un discurso de desprestigio directo del sistema público, sino una reconversión paulatina bajo la bandera de la «eficiencia» y la «innovación en gestión». Pero el resultado ha sido igual de corrosivo.
Datos clave:
- Cataluña tiene un modelo mixto: solo el 25 % de la atención hospitalaria está gestionada directamente por el ICS (Institut Català de la Salut). El resto está en manos de consorcios, fundaciones y entidades semiprivadas.
- Es la comunidad con mayor gasto sanitario privatizado del Estado (superando el 30 %).
- La espera para una operación quirúrgica es de media de 152 días, la más alta del Estado.
- El gasto sanitario per cápita es superior al andaluz, pero está muy por debajo de lo que correspondería por nivel de renta.
Mecanismos de desmantelamiento estructural:
- Consorcios y fundaciones sanitarias: centros públicos gestionados como si fueran empresas privadas, con consejos de administración poco transparentes.
- Fragmentación del sistema: múltiples gestores, circuitos paralelos, desigualdad territorial abismal (Barcelona vs resto del territorio).
- Gestión empresarial del personal sanitario: contratación fuera del régimen estatutario, menos derechos laborales, más carga.
Consecuencias:
- Desigualdad territorial severa: los ciudadanos del área metropolitana tienen mejor acceso que los del Pirineo o las Terres de l’Ebre.
- Falta de rendición de cuentas: opacidad en los contratos, sueldos y criterios de derivación.
- Clientelismo sanitario: la gestión de consorcios ha estado marcada por redes político-empresariales.
- Percepción de degradación: en 2024, el 57 % de los catalanes afirmaba que su sanidad pública estaba peor que hace cinco años.
Cataluña representa el modelo tecnocrático de privatización: no se degrada con estridencia, sino con documentos, contratos y palabras como «autonomía de gestión» o «flexibilización».
¿Y los resultados? El coste social del desmantelamiento
Ambos modelos —el madrileño y el catalán— han generado un patrón común: creciente desigualdad en el acceso a la salud.
Indicador | Andalucía | Madrid | Cataluña | País Vasco (referencia pública) |
---|---|---|---|---|
Gasto sanitario público per cápita (€) | 1 608 | 1 568 | 1 725 | 2 108 |
Porcentaje con seguro privado (%) | 24 % | 38 % | 32 % | 18 % |
Días de espera media para operación | 121 | ~90 | 152 | 48 |
Profesionales por cada 1.000 hab. | 4,5 | 4,9 | 4,6 | 5,5 |
Valoración ciudadana (1-10) | 5,6 | 5,1 | 5,3 | 7,2 |
Las comunidades que más han privatizado tienen peores indicadores de acceso, mayor estratificación por clase y una percepción ciudadana más negativa. Y sin embargo, se presentan como «modelos de éxito».
Madrid y Cataluña no son errores. Son prototipos. Uno con bandera neoliberal y otro con apariencia progresista. Pero ambos comparten el mismo objetivo: convertir la sanidad en un servicio rentable, estratificado y gestionado por empresas bajo lógica de cliente, no de ciudadano.
Andalucía va por el mismo camino. Y si no se revierte, lo público será solo un recuerdo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? El origen socialista del austericidio sanitario
Decir que la sanidad pública está siendo demolida por la derecha es, en gran medida, cierto. Pero sería un error —y una irresponsabilidad política— olvidar que el proceso comenzó mucho antes. La historia del deterioro de la sanidad pública española no arranca con Ayuso ni con Moreno Bonilla. Comienza con gobiernos del PSOE que, en nombre de la responsabilidad económica, abrieron la puerta a la lógica del mercado dentro del sistema sanitario.
El neoliberalismo no llegó a los hospitales por asalto. Entró por la puerta principal con traje de tecnócrata, acreditación ministerial y discurso de «eficiencia».
El punto de inflexión: la crisis de 2008 y la socialdemocracia en modo troika
Con la explosión de la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera global, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero —presionado por Bruselas y los mercados— abandonó en tiempo récord la política expansiva y se plegó al dogma del recorte, incluyendo, con nocturnidad y alevosía, la primacía del pago de la deuda a cualquier otra cuestión de protección social. Y lo hizo blindándolo mediante el Artículo 135 de la Constitución Española, reformado en agosto de 2011 por acuerdo exprés entre el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero y el PP de Mariano Rajoy, con el apoyo de CiU y sin referéndum. Fue literalmente aprobado en dos semanas, con tramitación de urgencia y sin debate público real.
La reforma introdujo la famosa cláusula que prioriza el pago de la deuda sobre cualquier otro gasto, blindando constitucionalmente la «austeridad fiscal». Es, en la práctica, la rendición del Estado social ante los mercados financieros.
El fragmento más polémico del nuevo apartado 3 del artículo 135 dice: «Los créditos para satisfacer los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones serán siempre objeto de pago preferente».
Esto significa que antes de pagar pensiones, sanidad, educación o dependencia, el Estado está obligado a pagar a sus acreedores. Una servidumbre financiera inscrita en la Constitución.
El movimiento fue tan impopular y escandaloso que muchos sectores de izquierda lo calificaron como el acta fundacional del austericidio constitucional. Desde entonces, múltiples voces han reclamado su derogación o reforma, pero sigue en vigor..
Anteriormente, en mayo de 2010, Zapatero había anunciado el mayor paquete de ajustes del sistema democrático español: bajada de sueldos públicos, congelación de pensiones, recortes en inversión pública… y un tijeretazo brutal a la sanidad y a la educación. Esa fecha fue bautizada por la izquierda crítica como el inicio del «zapaterismo austero». Hoy nos llevamos las manos a la cabeza por las noticias de lo que el gobierno francés, con Macrón a la cabeza, pretende hacer, sin recordarnos que es exactamente lo mismo que lo que vivimos en España hace 15 años.
Entre 2010 y 2011, el Gobierno del PSOE recortó más de 7 200 millones de euros en gasto sanitario público a nivel estatal, marcando una caída que no se recuperaría hasta una década después.
En paralelo, se aprobaron reformas estructurales que afectaron directamente al modelo:
- Fomento de conciertos con entidades privadas.
- Promoción de la gestión clínica como forma de «empoderar» a los profesionales (en realidad, fragmentar el sistema).
- Introducción del copago farmacéutico, que aunque ejecutó el PP en 2012, fue diseñado bajo gobiernos socialistas.
El PSOE no solo recortó, sino que normalizó el discurso de que el Estado del Bienestar era «insostenible» en tiempos de crisis. Y con ese marco, el PP lo tuvo fácil: simplemente profundizó la herida.
El Real Decreto 16/2012: el hachazo definitivo (firmado por el PP, pero gestado antes)
El gran salto cualitativo en el desmantelamiento vino con el Real Decreto-Ley 16/2012, aprobado por el Gobierno de Mariano Rajoy con Ana Mato como ministra de Sanidad. Fue la reforma sanitaria más regresiva en décadas:
- Se acabó con el derecho universal a la sanidad, limitándolo a «asegurados» y «beneficiarios» (excluyendo inmigrantes sin papeles, jóvenes sin cotización, etc.).
- Se introdujeron copagos en medicamentos, prótesis, transporte sanitario, etc.
- Se fomentó el turismo sanitario inverso: seguros privados para españoles que no querían esperar en el sistema público.
- Se incentivó la externalización de servicios no clínicos (limpieza, cocina, lavandería, etc.), con la consiguiente precarización laboral.
Pero muchas de esas medidas no hubieran sido políticamente posibles sin el marco previo instalado por el PSOE: el discurso de los «ajustes inevitables», la gestión economicista del derecho a la salud, la culpabilización del gasto.
Andalucía, laboratorio silencioso del desguace socialista
Mientras en Madrid se aplicaba la motosierra con prepotencia y en Cataluña se terciarizaba con sonrisa técnica, en Andalucía se vivía una erosión silenciosa del sistema sanitario público bajo gobiernos del PSOE durante casi cuatro décadas.
Durante los gobiernos de Manuel Chaves, José Antonio Griñán y Susana Díaz, la sanidad pública andaluza fue víctima de:
- Infrafinanciación crónica: Andalucía se mantuvo siempre en el furgón de cola del gasto sanitario per cápita.
- Precariedad laboral estructural: el SAS funcionaba con miles de eventuales y contratos temporales en cadena.
- Desigualdad territorial persistente, nunca corregida con inversión compensatoria.
- Externalización creciente de pruebas diagnósticas y rehabilitación, sin revertir el proceso.
- Opacidad y clientelismo en la gestión de hospitales y direcciones intermedias.
Cuando el PP llegó al poder en 2019, no se encontró un sistema robusto que resistiera el embate neoliberal. Encontró un sistema debilitado, con médicos quemados, infraestructuras obsoletas y una ciudadanía que ya había perdido buena parte de la confianza en lo público. El terreno estaba abonado.
De Felipe González a Pedro Sánchez: la promesa no cumplida
El modelo de sanidad pública nació con la Ley General de Sanidad de 1986, bajo el gobierno de Felipe González, con Ernest Lluch como ministro. Fue uno de los pilares del Estado del Bienestar español. Pero desde entonces, el PSOE ha tenido más oportunidades que nadie para blindar el sistema, y no lo ha hecho.
Pedro Sánchez prometió revertir el RD 16/2012. Lo hizo parcialmente. Pero no ha derogado todas sus consecuencias. Tampoco ha impulsado una ley que garantice la desprivatización progresiva del sistema. Y mientras tanto, las mutualidades para funcionarios (MUFACE, ISFAS) siguen incentivando la fuga al sector privado con dinero público.
El declive del sistema sanitario público no es solo obra del PP. Es el resultado de décadas de abandono, tecnocracia, recortes y complicidad ideológica de gobiernos socialdemócratas que asumieron el marco neoliberal como propio.
Si hoy la derecha puede justificar la privatización con frases como «no es viable», es porque la izquierda institucional se dedicó durante años a gestionarla con criterios de rentabilidad, no de justicia.
El siguiente paso es mirar hacia adelante: ¿qué pasaría si hubiera una izquierda dispuesta no solo a frenar la sangría, sino a revertirla por completo? ¿Qué políticas concretas habría que poner en marcha para reconstruir el sistema?
¿Y si se quisiera recuperar? La alternativa de una izquierda valiente
Imaginemos por un momento que hubiera voluntad política. No parches. No márketing institucional. No campañas con médicos sonriendo en marquesinas mientras esperan una interinidad. Hablamos de decisión real, de valentía transformadora. De una izquierda que no se conforme con gestionar los escombros del sistema público, sino que asuma la reconstrucción como una obligación histórica. No solo para frenar la privatización: para revertirla conscientemente.
Y revertir significa empezar por la hemorragia más evidente: los conciertos con la sanidad privada. Hoy, cientos de millones de euros salen cada año del sistema público para financiar pruebas diagnósticas, operaciones quirúrgicas y tratamientos en manos privadas. No se trata de eliminar todo de golpe, pero sí de tener un horizonte nítido: moratoria inmediata a nuevos conciertos, auditoría de los existentes y un plan público de reintegración progresiva, empezando por las áreas donde más daño han hecho —como rehabilitación, pruebas por imagen o servicios de salud mental.
Pero esa ofensiva debe ir acompañada de algo más ambicioso: blindar constitucionalmente el derecho a la salud como derecho fundamental, de provisión pública directa, universal y gratuita. No podemos permitir que un nuevo ciclo de recortes —como el de 2010 o el de 2012— vuelva a redefinir la sanidad como un privilegio o un seguro. Este país necesita dejar de entender la salud como un gasto y empezar a entenderla como lo que es: una condición material de ciudadanía plena.
Desde ahí, la columna vertebral debe ser reconstruida. La atención primaria no puede seguir siendo el lugar donde empieza todo y donde ya no se puede casi nada. Hay que inyectarle recursos, medios, personal y competencias. No más parches. Alcanzar un 25 % del presupuesto sanitario total destinado a primaria debe ser una línea roja innegociable, y eso implica reforzar plantillas, reducir los cupos a un máximo de 1 200 pacientes por médico, integrar psicólogos clínicos en los centros de salud y ampliar su capacidad resolutiva con pruebas, equipamiento y margen de decisión clínica.
Esa reconstrucción exige también un pacto social con el personal sanitario. Durante años se les ha exigido heroísmo, vocación y resistencia a base de contratos basura y turnos eternos. Una izquierda seria tiene que garantizar la estabilización de plantillas, el fin de la temporalidad estructural, condiciones dignas para ejercer en el mundo rural y una carrera profesional que no dependa del favor de una gerencia. Pero no solo se trata de frenar la fuga: hay que recuperar a quienes se fueron. Y eso requiere incentivos reales, reconocimiento institucional y un horizonte de trabajo digno.
Nada de esto podrá sostenerse si no cambia la forma en que se gestiona el sistema. Hoy la sanidad se decide desde arriba, con tecnócratas y gestores que ni pisan los centros ni escuchan a quienes los habitan. Hay que democratizar la salud pública. Abrir los hospitales y áreas de salud a la participación real. Crear consejos sanitarios vinculantes, abrir datos públicos, permitir presupuestos participativos en salud, reconocer el valor de lo comunitario. La salud no es solo asistencia: es vínculo, es territorio, es dignidad.
Y sí: todo esto cuesta. Cuesta dinero, cuesta enfrentarse a lobbies, cuesta decir que no a ciertas élites. Pero el coste de no hacerlo es mayor. Porque mientras se recortan recursos públicos, se siguen premiando con subvenciones y exenciones fiscales a los seguros privados. Mientras se congelan plantillas en el SAS, se deducen millones por la contratación de pólizas sanitarias. Y mientras se habla de sostenibilidad, no se reordena el gasto farmacéutico ni se impulsa una producción pública de medicamentos y tecnología sanitaria que nos haga menos dependientes del oligopolio farmacéutico.
En países como Canadá, Noruega o incluso el Reino Unido —a pesar de los embates neoliberales— el modelo público se ha sostenido porque hubo decisión política para blindarlo, financiarlo y hacerlo evolucionar sin privatizarlo. Aquí también se puede. Pero para eso hace falta algo que no se puede calcular en presupuestos: coraje político.
Porque la gran mentira es que no hay alternativa. Claro que la hay. Lo que no hay —todavía— es el compromiso suficiente para activarla. Y eso sí es una elección. Política.
Recuperar la sanidad pública no es imposible. Es incómodo. Porque implica confrontar intereses económicos, asumir costes políticos y decir cosas que la tecnocracia no quiere oír: que lo público no se gestiona como una empresa, porque no está para generar beneficio sino para garantizar derechos.
Una izquierda valiente no debe limitarse a evitar retrocesos. Debe atreverse a imaginar y construir un modelo de salud que cuide, escuche y proteja.
Y para eso, tiene que dejar de hablar en condicional.